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El ser humano debe simplificar la ingente información que recibe, de modo que es fácil comprender que los ejemplares más perezosos o poco dotados yerren en el compendio e incurran con frecuencia en el prejuicio. Un prejuicio es un juicio elaborado con anterioridad, por tanto el individuo no debe esforzarse en fundarlo en una coyuntura determinada, sino que recurre al que ya estableció en el pasado, pese a las altas probabilidades de equivocarse. Ello supone un apenas mensurable ahorro de glucosa a ese tirano de la apatía que es el cerebro, órgano diseñado para ser lo más eficiente posible, sin ser necesariamente eficaz. En cuanto la interacción social nos permite detectar puntos en común con algún elemento juzgado previamente, hacemos juicio sumario del todo por la parte, nos ahorramos el desgaste intelectual que requieren la apertura de la mente y la empatía y dictamos sentencia.

Veámoslo más nítido a través de un caso práctico en el terreno político, campo feracísimo donde prolifera el prejuicio:

Cabe pensar que si un activista reclama controles del precio del alquiler de vivienda y, en general, de todos los precios del mercado que él juzgue subjetivamente injustos; construcción de vivienda de protección oficial; nacionalización de las compañías energéticas, de la banca; la prohibición de la prostitución; televisión y educación públicas; persecución de paraísos fiscales, y, además, se declare anticapitalista y abogue por una reforma constitucional para, entre otras muchas cosas, acabar con la monarquía parlamentaria y proclamar una república presidencialista, cabe pensar, digo, que este activista pertenezca al espectro ideológico de la izquierda, con toda probabilidad afín a Unidas Podemos o Más País, o quizás al PSOE. Y bien podría acertarse. Pero también podría tratarse de un fascista, porque todas estas medidas, las más de ellas añejas, caducas, trasnochadas y fementidas son sacadas del mismo programa electoral de Falange Española de las JONS, en el que aparece la palabra capitalismo dieciséis veces (casi tantas como páginas tiene el documento), todas ellas para tratar de desacreditarlo.

Es curioso como el prejuicio nos haría confundir el azul más puro con el rojo más vivo. Acaso esta falta se debiera a que en realidad los colores no son tales, sino distintos tonos del marrón fecal. 

Por otro lado, tenemos a un hombre ateo (o agnóstico) que, sin bien es consciente de la herencia judeocristiana de su cultura, y de que el cristianismo es la única religión que ha permitido el surgimiento de sociedades libres y prósperas, no cree que la iglesia tenga que tener ningún privilegio estatal. Es también republicano, aunque no considere que esta cuestión vaya a mejorar un céntimo la desastrosa situación de los españoles. Por añadidura se siente privilegiado por haber nacido en su país, porque pensar en castellano es un regalo de la vida para cualquier amante de la literatura (solo los hispanos pueden leer a los autores del Siglo de Oro en su lengua materna), del mismo modo que se sentiría regalado si fuese italiano, por el riquísimo patrimonio cultural acumulado, o suizo o anglosajón, por ser estas naciones capaces de haber construido las más prósperas y libres sociedades del mundo. Fíjese el lector que hemos dicho «privilegiado» y no «orgulloso», porque este hombre cree firmemente que es una insensatez sentirse orgulloso de ser de esta o de otra nación, porque sabe que nada le toca a él de la grandeza de Lope de Vega, Diego Velázquez, Isabel la Católica o el mismo Séneca, y no quiere apropiarse del orgullo ajeno porque este, el orgullo, ha de ser propio, y uno solo debe estarlo si es un amante esposo, un padre sabio, un amigo leal o un excelente trabajador, etc. Huye del nacionalismo español más rancio y detesta la hispanofobia del independentismo catalán, del nacionalismo vasco y de la izquierda española más abyecta, que ignora la historia de su país y odia a España por haber cometido el terrible pecado de haber sido amada por el fascismo hace mucho tiempo. Este hombre, el que nos ocupa, también tiene su pecado: ser ferviente defensor del libre mercado. La Historia, a la que consulta con frecuencia, le ha enseñado que son las sociedades más capitalistas, quiero decir, las más libres económicamente, las que han permitido que sus integrantes gocen de más libertad y riqueza, y que son las medidas ligadas al libre mercado las que han permitido que la cantidad de personas que vive por debajo del umbral de la pobreza a nivel mundial haya pasado de más del 40% a menos del 10% en tan solo cuarenta años. Nace su pensamiento de la convicción de que tales ideas no son solo las más justas, sino también de que son materialmente más beneficiosas para todos; y esta base fundada en la honestidad, junto con los cientos de horas que ha dedicado a la reflexión, la investigación y la lectura, habrían de valerle el derecho al juicio, y no al prejuicio, independientemente de que pudiera estar equivocado.

Visualicen, para terminar, la clásica pareja de hermanos, niños los dos, peleándose todo el día por las causas más triviales. Pareciera que están destinados a matarse, tanto y tan frecuentemente se oponen el uno al otro cada vez que se les da media ocasión. Sin embargo, si se fija uno bien, pronto advierte que tienen rasgos similares, gustan de comer los mismo platos, son hábiles para las mismas tareas, desastrosos para los mismos deportes… e igual de intolerantes ante las posturas ajenas. Al fin y al cabo, están hechos de la misma carne y han mamado la misma leche. Pues así se parecen el activista y el fascista, que sin ser la misma cosa demasiado a menudo la parecen. Y el mismo olor desprenden.

No puede uno evitar sonreír y sacudir la cabeza cuando ve al activista reconocido por la masa como un adalid de la libertad y de la lucha por los derechos de la sociedad civil. Mientras el otro hombre, aquel a quien acabamos de dedicar ese párrafo tan largo, oye el murmullo y escucha el prejuicio cada vez que comete la locura de expresar su opinión:

«Facha, facha, facha…».