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Se sacudió las migas de la pechera y trató de arrojarlas por la ventanilla, pero el viento hizo caer la mayoría sobre su falda.

Iba a proferir un juramento, pero advirtió que la lluvia amainaba.

Mientras observaba el viejo teatro, comenzó a hacer una bola con el papel de aluminio del sándwich. Las miles de gotas que se deslizaban por el parabrisas distorsionaban su visión, pero trajeron el recuerdo, vivísimo y nítido, de una juventud que creía olvidada.

«Sí que ha llovido.» Sonrió.

Accionó el limpiaparabrisas y el teatro se presentó imponente, las cuatro columnas de la fachada robustas como las patas de un paquidermo primitivo. En el friso, erosionado por los años, se leía:

«TEATRO DE LA VILLA»

La bola de albal ya parecía lo suficientemente compacta entre sus dedos; la guardó en el bolsillo y salió del coche. Se abrochó el abrigo para protegerse del viento y se metió un chicle de hierbabuena en la boca.

Un temporal había hundido parte del tejado del teatro el pasado invierno. Las autoridades declararon que el edificio era un peligro público y determinaron que sería derribado en primavera. En su lugar, construirían una urbanización con pistas de tenis y garajes subterráneos. Un cartel aledaño representaba cómo se verían las viviendas.

El móvil comenzó a vibrar en su bolso. Era del trabajo. Experimentó una sensación de fastidio rayana en la rabia. Decidió no coger. ¿Ni siquiera podían respetar su hora del almuerzo? Primero pensó en silenciar el móvil, después decidió apagarlo; finalmente lo arrojó sobre el asiento y cerró el coche.

Mientras caminaba hacia la escalinata, advirtió que era incapaz de recordar la última vez que había estado alejada del teléfono más de media docena de pasos. Sufrió un vértigo repentino, pero enseguida se sintió mucho mejor.

Rozó una de las columnas de los pórticos con la yema de los dedos.

«Hace cincuenta años tampoco tenía teléfono móvil.» Volvió a sonreír.

Las pocas butacas que aún quedaban se levantaban como lápidas, melancólicas y grises. La bóveda se había derrumbado sobre parte del escenario, otrora tablado caoba donde se habían representado innumerables tramas ideadas por los grandes genios de la antigüedad.

Se acordó de Claudio Riego, la intensidad con que había encarnado a Edipo en su inefable tragedia; de la despiadada Medea que fue Ana Ramos; Gonzalo Toledano y su apuesto don Juan. Una docena de viejas caras más, a la sazón jovencísimas, desfilaron delante de sus ojos.

Pero por encima de toda memoria se imponía el Romeo de Roberto Salas. ¿Qué habría sido de él? Ojalá lo supiera. El público ponderó mucho la credibilidad de aquella representación shakespeariana.

«Como para no ser creíble…» Sonrió una vez más.

Dejó de llover.

Se asomó a la superficie de una charca del escenario. El agua era témpano frío, un espejo donde contemplarse. Ignoraba qué le había deparado la vida a Roberto. Pero le alegró advertir que su Julieta, aunque había perdido la melena dorada que luciera en tiempos, aún conservaba la misma mirada brillante.